Italo Calvino
IL BARONE RAMPANTE
Traducción:
Francesc Miravitlles.
Resumen:Tony
Calix:.
CAPITULO XXV
No sé si por esa época ya se había fundado en Ombrosa una Logía de Francmasones; fui
iniciado a la masonería mucho más tarde, después de la primera campaña napoleónica,
junto con gran parte de la burguesía pudiente y de la pequeña
nobleza de nuestras
tierras, y no podría decir, por lo tanto, cuáles fueron las
primeras relaciones de mi hermano con la Logia. A este propósito
citaré un episodio ocurrido más o menos en los tiempos de los que
estoy hablando, y que varios testimonios confirmarían como
verdadero. Llegaron un día a Ombrosa dos españoles, viajeros de
paso. Se fueron a casa de un tal Bartolomeo Cavagna, pastelero,
conocido como fracmasón. Parece que se presentaron como hermanos de
la Logia de Madrid, de modo que él los llevó por la noche a asistir
a una junta de la masonería de Ombrosa, que entonces se reunía a la
luz de antorchas y cirios en un claro en medio del bosque. De todo
esto se tienen noticias sólo por rumores y suposiciones: lo que es
cierto es que al día siguiente los dos españoles, en cuanto
salieron de donde se hospedaban, fueron seguidos por Cósimo de
Rondó, que sin ser visto los vigilaba desde lo alto de los árboles.
Los dos viajeros entraron en el patio de una posada extramuros.
Cósimo se apostó sobre una glicina. En una mesa había un cliente
que los esperaba; no se le veía el rostro, encubierto por un
sombrero negro de anchas alas. Aquellas tres cabezas, o mejor,
aquellos tres sombreros, convergieron sobre el cuadrado blanco del
mantel; y tras haber confabulado un poco, las manos del desconocido
se pusieron a escribir en un papel alargado algo que los otros dos le
dictaban y que, por el orden en que colocaba las palabras una bajo
otra, se habría dicho una lista de nombres.-
—¡Buenos días, señores! — dijo Cósimo. Los tres sombreros se movieron dejando aparecer tres rostros con los ojos más que abiertos hacia el hombre de la glicina. Pero uno de los tres, el de las anchas alas, volvió a bajar la cabeza enseguida, hasta el punto de tocar la mesa con la punta de la nariz. Mi hermano había tenido tiempo de entrever una fisonomía que no le parecía desconocida.
—¡Buenos
días a usted! —dijeron los dos—. Pero ¿es costumbre del
lugar presentarse a los forasteros bajando del cielo como un pichón?
¡Espero que queráis descender de inmediato a explicárnoslo!
—Quien
está en lo alto está bien a la vista por todas partes —dijo el
barón—, mientras
que hay quien se arrastra para esconder el rostro.
—Sabed
que ninguno de nosotros está obligado a mostraros el rostro, señor,
más de lo
que está obligado a mostraros el trasero.
—Sé
que para cierta clase de personas es un punto de honor tener la cara
en la sombra.
—¿Qué
personas son ésas?
—¡Los
espías, por ejemplo!
Los
dos compadres quedaron azorados. El inclinado permaneció inmóvil,
pero por primera
vez se oyó su voz:
—O, por decir otras, los miembros de sociedades secretas... —soltó, lentamente. Esta intervención podía interpretarse de varios modos. Cósimo lo pensó y luego lo dijo en voz alta:
—Lo que usted ha dicho, señor, puede interpretarse de varios modos. ¿Decís «miembros de sociedades secretas» insinuando que lo sea yo, insinuando que lo seáis vos, que lo seamos ambos, que no lo seamos ni vos ni yo sino otros, o porque, sea como fuere, puede servir para ver lo que digo yo después?
—¿Cómo, cómo, cómo? —dijo desorientado el hombre del sombrero de anchas alas, y en aquella desorientación, olvidándose de que debía mantener la cabeza gacha, la alzó hasta mirar a Cósimo a los ojos. Cósimo lo reconoció: ¡era don Sulpicio, el jesuita enemigo suyo de los tiempos de Olivabassa!
—¡Ah! ¡No me había engañado! ¡Abajo la máscara, reverendo padre! —exclamó el barón.
—¡Vos! ¡Estaba seguro! — dijo el español, y se quitó el sombrero, descubriendo la coronilla —. Don Sulpicio de Guadalete, superior de la Compañía de Jesús.
—¡Cósimo de Rondó, Masón Franco y Aceptado! También los otros dos españoles se presentaron con una leve inclinación.
—¡Don
Calixto!
—¡Don
Fulgencio!
—¿Jesuitas
también los señores?
—¡Nosotros
también!
—Pero
¿vuestra orden no ha sido disuelta recientemente por el Papa?
—¡No
para dar tregua a los libertinos y herejes de vuestra calaña!
—dijo
don Sulpicio, desenvainando la espada. Eran jesuitas españoles que
tras la disolución de la Orden se habían echado al campo, tratando
de formar una milicia armada en todas las provincias, para combatir
las ideas nuevas y el teísmo. También Cósimo había desenvainado
la espada. Alrededor, se había agolpado bastante gente.
—Tened
la bondad de bajar, si queréis batiros caballerosamente
—dijo
el español. Más
allá había un bosque de nogales. Era la época del vareo y los
campesinos habían colgado
sábanas de un árbol a otro, para recoger las nueces que vareaban.
Cósimo corrió
a un nogal, saltó a la sábana, y allí se quedó erguido, frenando
los pies que le resbalaban
por la tela en aquella especie de gran hamaca.
—¡
Subid vos un par de palmos, don Sulpicio, que yo ya he bajado más de
lo que acostumbro!
—y desenvainó también él la espada. El español saltó él
también a la sábana tensa. Era difícil mantenerse erguidos, porque
la sábana tendía a cerrarse como un saco en torno a sus cuerpos,
pero los dos contendientes estaban tan ensañados que consiguieron
cruzar los aceros.
—¡Por
la mayor gloria de Dios!
—¡Por
la Gloria del Gran Arquitecto del Universo! Y se lanzaban estocadas.
—Antes
de que os hunda esta hoja en el píloro
—dijo Cósimo—, dadme
noticias de la señorita Úrsula.
—¡Ha muerto en un
convento! Cósimo se turbó con la noticia (aunque yo pienso que era
inventada) y el ex jesuita lo aprovechó para un golpe bajo. De una
estocada alcanzó uno de los picos que atados a las ramas de los
nogales sostenían la sábana por el lado de Cósimo, y lo cortó.
Cósimo habría caído, sin duda, si no se hubiese apresurado a
lanzarse a la sábana por el lado de don Sulpicio y a agarrarse a un
borde. Con el salto, su espada arrolló la guardia del español y se
le clavó en el vientre. Don Sulpicio se abandonó, resbaló por la
sábana inclinada hacia la parte donde había cortado el pico, y cayó
al suelo. Cósimo trepó al nogal. Los otros dos ex jesuitas
levantaron el cuerpo de su compañero herido o muerto (nunca se supo
bien), escaparon y no volvieron a dejarse ver jamás. La gente acudió
a la sábana ensangrentada. Desde ese día mi hermano tuvo fama
general de francmasón.
El secreto de la sociedad no me permitió
saber más. Cuando yo entré a formar parte de ella, como he dicho,
oí hablar de Cósimo como de un viejo hermano cuyas relaciones con
la Logia no estaban muy claras, y unos lo tenían por «durmiente»,
otros por un hereje pasado a otro rito, otros incluso por un
apóstata; pero siempre con gran respeto por su actividad pasada. No
excluyo siquiera que aquel legendario maestro de grado Treintaitrés,
a quien se atribuía la fundación de la Logia de Ombrosa, haya
podido ser él, y por otra parte la descripción de los primeros
ritos que en ella se celebraron refleja la influencia del barón:
baste con decir que los neófitos habían de ser vendados, se les
hacía subir a lo alto de un árbol y se los bajaba colgados de
cuerdas. Es verdad que entre nosotros las primeras reuniones de los
francmasones se desarrollaban de noche y en medio de los bosques.
La
presencia de Cósimo, pues, estaría más que justificada, tanto en
el caso de que hubiese sido él quien recibió de sus corresponsales
extranjeros los opúsculos con las Constituciones masónicas y quien
fundó aquí la Logia, como en el caso de que hubiese sido algún
otro, probablemente después de haber sido iniciado en Francia o
Inglaterra, el que introdujo los ritos también en Ombrosa. Quizá es
posible que la masonería existiera aquí desde hacía tiempo; sin
saberlo Cósimo, y que él casualmente una noche, al moverse por
entre los árboles del bosque, descubriera en un claro una reunión
de hombres con extraños paramentos y utensilios, a la luz de
candelabros, se detuviera allá arriba a escuchar, y luego
interviniera provocando un barullo con alguna salida desconcertante,
como por ejemplo: «¡ Si construyes un muro, piensa en lo que queda
fuera!» (frase que le oí repetir a menudo), u otra de las suyas, y
los masones, reconociendo su elevada sabiduría, lo hicieron entrar
en la Logia, con cargos especiales, y aportándoles un gran número
de nuevos ritos y símbolos. El caso es que durante todo el tiempo
que mi hermano tuvo que ver con ella, la masonería al aire libre
(como la llamaré para distinguirla de la que se reunirá después en
un edificio cerrado) tuvo un ritual mucho más rico, en el que
entraban lechuzas, telescopios, pinas, bombas hidráulicas, hongos,
diablillos de Descartes, telas de araña, tablas pitagóricas.
También había cierto alarde de calaveras, pero no sólo humanas,
sino también cráneos de vacas, lobos y águilas. Semejantes objetos
y otros aún, entre ellos las paletas, las escuadras y los compases
de la normal liturgia masónica, se hallaban por esa época colgados
de las ramas en extravagantes disposiciones, y se atribuían a la
locura del barón. Sólo unas pocas personas daban a entender que
ahora estos jeroglíficos tenían un significado más serio; pero,
por lo demás, nunca se ha podido trazar una separación clara entre
los signos de antes y los de después, ni excluir que desde el
principio fuesen signos esotéricos de alguna sociedad secreta.
Porque Cósimo ya mucho tiempo antes que a la masonería estaba
afiliado a varias asociaciones gremiales o hermandades de oficios,
como la de San Crispín, o de los Zapateros, o la de los Virtuosos
Toneleros, los Justos Armeros o los Sombrereros Concienzudos. Al
hacerse él mismo casi todas las cosas que necesitaba, conocía las
artes más diversas, y podía jactarse como miembro de muchas
corporaciones, que por su parte estaban muy contentas con tener un
miembro de noble familia, singular ingenio y probado desinterés.
Como esta pasión que Cósimo siempre demostró por la vida asociada
se conciliaba con su perpetua huida del consorcio civil, es algo que
nunca he entendido bien, y sigue siendo una de las no menores
singularidades de su carácter. Se diría que él, cuanto más
decidido estaba a ocultarse entre las ramas, más sentía la
necesidad de crear nuevas relaciones con el género humano. Pero
aunque de vez en cuando se lanzase, en cuerpo y alma, a organizar una
nueva sociedad, estableciendo meticulosamente los estatutos, las
finalidades, la elección de los hombres más adecuados para cada
cargo, nunca sus compañeros sabían hasta qué punto podían contar
con él, cuándo y dónde podían encontrarlo, y cuándo se vería
ganado repentinamente por su naturaleza de pájaro y no se dejaría
atrapar más. Quizá, si es que se quiere reducir a un único impulso
estas actitudes contradictorias, haya que pensar que él era
igualmente enemigo de todo tipo de convivencia humana vigente en sus
tiempos, y que por eso huía de todos, y se afanaba con obstinación
por experimentar otros nuevos: pero ninguno de ellos le parecía
justo y suficientemente distinto de los otros; de ahí sus continuos
paréntesis de esquivez absoluta. Era una idea de sociedad universal,
lo que tenía en mente. Y todas las veces que se dedicó a asociar
personas, ya fuera para fines concretos como la guardia contra los
incendios o la defensa de los lobos, o en hermandades de oficios como
los Perfectos Afiladores o los Ilustrados Curtidores de Pieles, como
conseguía siempre hacerlas reunir en el bosque, de noche, en torno a
un árbol, desde el que él predicaba, se derivaba siempre de ello un
aire de conjura, de secta, de herejía, y en esa atmósfera también
los discursos pasaban fácilmente de lo particular a lo general, y de
las simples reglas de un oficio manual se pasaba como si nada al
proyecto de instaurar una república mundial de iguales, libres y
justos. En la masonería, pues, Cósimo no hacía más que repetir
aquello que ya había hecho en las otras sociedades secretas o
semisecretas en las que había participado. Y cuando un tal lord
Liverpuck, enviado por la Gran Logia de Londres a visitar a los
hermanos del continente,
llegó a Ombrosa mientras era maestro mi hermano, quedó tan
escandalizado de su escasa ortodoxia que escribió a Londres que ésta
de Ombrosa debía ser una nueva masonería de rito escocés, pagada
por los Estuardo para hacer propaganda contra el trono de los
Hannover, por la restauración jacobita. Después de eso se produjo
el hecho que he contado, de los dos viajeros españoles que se
presentaron como masones a Bartolomeo Cavagna. Invitados a una
reunión de la Logia, ellos lo encontraron todo muy normal, incluso,
dijeron que era justamente igual que en el Oriente de Madrid. Esto
fue lo que infundió sospechas a Cósimo, que sabía la parte de
aquel ritual que era invención suya; y por esto siguió las huellas
de los espías y los desenmascaró y triunfó sobre su viejo enemigo
don Sulpicio. De todas formas, a mí me parece que estos cambios de
liturgia eran una necesidad suya
personal, porque considerándolo bien habría podido tomar los
símbolos de todos los
oficios salvó los del albañil, él que casas de albañilería nunca
las había querido construir
ni habitar.